Desde siempre me ha conmovido el trabajo silencioso de los voluntarios en tiempos de tormentas, inundaciones o tragedias naturales. Cuando el peligro acecha y muchos se resguardan, ellos salen al encuentro del riesgo con una entrega que asombra.
En República Dominicana, y muy especialmente tras el reciente paso de la tormenta —luego huracán— Melissa, ese espíritu solidario volvió a ponerse a prueba. Las lluvias torrenciales que azotaron ayer a Barahona dejaron a su paso calles anegadas, familias desplazadas y vidas en peligro. Y, como siempre, ahí estaban ellos: los hombres y mujeres de la Defensa Civil, con sus uniformes anaranjados, recorriendo barrios, socorriendo, cargando, orientando y salvando vidas.
Su labor es una de las expresiones más puras de amor por el prójimo. Estos socorristas encarnan el valor genuino: el que no se mide en palabras ni en sueldos, sino en acciones. Paradójicamente, lo hacen con escasos recursos, sin garantías y, muchas veces, sin salario digno. La mayoría son voluntarios; los pocos que devengan una remuneración lo hacen por un monto que apenas cubre “un agua de azúcar”.
Pese a esa realidad, cuando la tragedia llama, ellos aparecen como héroes sin capas y ángeles sin alas, dispuestos a arriesgarlo todo sin queja, sin miedo y sin lamentos. Su entrega debería avergonzar la indiferencia del Estado, que históricamente los ha dejado al margen del presupuesto y de las políticas de reconocimiento.
Es hora de que el país les devuelva algo de lo mucho que ellos nos dan. Que el Gobierno mire con respeto y gratitud a estos guardianes de la vida, que no buscan aplausos ni cámaras, sino simplemente servir.
Porque cuando todo se oscurece, son ellos quienes, con sus manos y su fe, encienden la luz de la esperanza.
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