
Por Néstor
Estévez
“Dime con quién andas, y te diré quién eres”.
Más que refrán, es una advertencia y una guía para entender el impacto profundo
que tienen nuestras relaciones.
Según la Organización Mundial de la Salud
(OMS), una de cada seis personas en el mundo sufre soledad, una condición que
se relaciona con casi un millón de muertes cada año.
Como se puede notar, no se trata de un malestar
trivial. Sencillamente, la soledad está a la altura del tabaquismo o la
obesidad como factor de riesgo de mortalidad. Y aunque las conexiones digitales
nos mantienen "en contacto", la paradoja de la era moderna es que
nunca hemos estado tan conectados y,
al mismo tiempo, tan solos.
La soledad, como indica el informe de la OMS,
no distingue edad ni geografía, pero sí muestra mayor incidencia en
adolescentes y personas mayores, especialmente en países de ingresos bajos y
medios. Lo más alarmante es que este fenómeno, lejos de ser percibido como una
emergencia social, a menudo se toma “a lo chilin”.
La tecnología, aunque nos promete cercanía, a
menudo sustituye el contacto humano genuino por una ilusión de vínculo. Tal
como argumenta la socióloga estadounidense Sherry Turkle en su obra En defensa
de la conversación (2015), hemos confundido la conexión constante con la
verdadera comunicación.
Turkle nos remite al “círculo virtuoso”
propuesto por Thoreau. Él recomendaba usar tres sillas: una para la soledad, para
estar con uno mismo; otra para la amistad, para relaciones íntimas y personales,
y una tercera para la sociedad, para la participación en la vida pública, la
comunidad y el debate ciudadano.
La tecnología, afirma Turkle, ha roto ese
círculo. Nos sentimos incómodos en la soledad, incapaces de introspección; por
ello, también nos cuesta empatizar con los demás. Esta desconexión interna se
refleja en nuestras relaciones sociales, que se vuelven superficiales. De ahí
la importancia del refrán del inicio: las personas con quienes interactuamos no
solo reflejan quiénes somos, sino que moldean lo que llegaremos a ser.
La OMS propone estrategias como fortalecer la
infraestructura para el contacto social —plazas, bibliotecas, cafés— y promover
campañas de concienciación. Pero estas iniciativas deben ir acompañadas de una
transformación cultural más profunda. Necesitamos revalorizar la conversación
cara a cara como práctica cotidiana y como habilidad que, como la empatía, debe
enseñarse y practicarse. Turkle lo resume así: “La conversación se encuentra en
el camino hacia la experiencia de la intimidad, la comunidad y la comunión”.
En sociedades como la nuestra, donde la
tradición comunitaria ha sido parte tan esencial para dar sentido a la vida, la
digitalización abrupta y desigual puede agudizar las brechas de conexión real.
La OMS destaca que en países de ingresos bajos y medios el sentimiento de
soledad es el doble que en países ricos.
Esto no solo responde a factores materiales
como infraestructura o acceso a salud mental, sino también a un debilitamiento
de los espacios comunitarios y a la colonización del tiempo libre por
tecnologías que no favorecen la interacción profunda.
No estoy negando los beneficios de la
tecnología. Estoy proponiendo integrarla de manera crítica, como medio, no como
fin. Como señala Turkle, no se trata de rechazar los dispositivos, sino de
rediseñar nuestra relación con ellos: “Podemos rediseñar la tecnología y
cambiar la forma en que la incorporamos a nuestras vidas”.
Esto implica, por ejemplo, aprender a estar
presentes en una conversación sin la constante interrupción del celular o
generar espacios —en el hogar, la escuela o el trabajo— donde la atención plena
al otro sea la norma.
Algo está claro: nuestras interacciones no solo
influyen en nuestra salud mental, sino que también nos modelan, y terminan modelando
a nuestras sociedades. En consecuencia, sobran motivos para cuidar su calidad.
Es por eso que la escucha atenta, la buena conversación y la amistad necesitan
un espacio preponderante en un mundo que se empeña en eficiencia y
productividad.
Como sociedad, estamos en una encrucijada: podemos seguir delegando nuestras relaciones a los algoritmos o podemos recuperar el arte de estar con otros. Porque, al final, no solo importa con cuántas personas interactuamos, sino con quién lo hacemos. Y en ese “con quién” está la clave de nuestra salud, nuestra identidad y nuestra esperanza común.